A pesar de su probado impacto en la salud, la cohesión social y la economía, el deporte sigue siendo una mera competencia de apoyo en la Unión Europea (UE), limitado a recomendaciones sin fuerza vinculante. Esta situación lo excluye de políticas donde sí existe competencia legislativa europea, como la salud pública, el mercado interior, la política social o la protección de los consumidores. La fragmentación legal, fruto de esta delimitación, obstaculiza la definición de estándares comunes, la protección de derechos y la garantía de servicios deportivos de calidad, perpetuando vacíos regulatorios y desigualdades notables entre los Estados miembros
El Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE) relega el deporte —junto con la educación, la juventud y la formación profesional— a la esfera más restringida de intervención comunitaria. Bruselas puede coordinar, fomentar y complementar, pero carece de capacidad para legislar de manera vinculante. Por ello, la acción europea se ha limitado mayoritariamente a ámbitos concretos del deporte competitivo, como la integridad, el dopaje, la violencia o la seguridad en los eventos. El verdadero alcance social, económico y sanitario que debería tener el deporte sigue relegado a un plano secundario.
MOTOR DE SALUD, EQUIDAD Y DESARROLLO TERRITORIAL
No obstante, la evolución de la UE demuestra que este enfoque ya no es coherente con las necesidades de la ciudadanía. Aunque la integración europea se basó al principio en objetivos económicos y comerciales, hoy existen sólidos marcos normativos para proteger a los consumidores, la salud pública, el medio ambiente, la energía o la cohesión social, respetando la diversidad nacional. El deporte, entendido en su dimensión más amplia, abarcando la educación física y la actividad física, incide directamente en todos estos ámbitos. Mantenerlo en la periferia de la legislación europea supone limitar su potencial como motor de salud, equidad y desarrollo territorial, dejando sin cobertura a millones de personas.
La falta de reconocimiento político y estratégico del deporte tiene consecuencias evidentes: los niveles de actividad física son insuficientes, con más del 60% de la población europea que rara vez o nunca practica deporte, lo que contribuye a mayor obesidad, enfermedades no transmisibles y dependencia de los sistemas sanitarios. Este déficit impacta en la economía y reduce la productividad. Además, la regulación fragmentada de las cualificaciones profesionales en el sector deportivo complica la movilidad laboral y la prestación de servicios seguros, aumentando la inseguridad tanto para profesionales como para ciudadanos. La falta de un marco normativo armonizado perpetúa la precariedad y minoriza la protección y dignidad profesional.
Por otra parte, la financiación europea sigue siendo insuficiente, representando apenas un 2% del presupuesto de programas como Erasmus+ para el ámbito deportivo, cantidad claramente escasa. La desigualdad en la aplicación de políticas sobre igualdad de género, protección infantil o buen gobierno en el deporte es manifiesta; no existen todavía mecanismos coordinados que permitan progresar por igual en toda la Unión. La integración real de personas migrantes y la accesibilidad para personas con discapacidad requieren mayor ambición y coordinación.
VALOR TRANSVERSAL Y SEGURIDAD EN LA PRÁCTICA DEPORTIVA
La Unión Europea reconoce el carácter de interés general de la educación física y el deporte, legitimando la promoción de políticas públicas y la necesidad de cualificación profesional proporcional y eficaz. Sin embargo, la exigencia de cualificación queda a criterio de los Estados, sin mecanismos comunitarios efectivos que garanticen la protección de usuarios y profesionales, ni la dignificación de la educación física y deportiva.
Un ejemplo claro del desfase normativo es el reconocimiento de la «actividad física beneficiosa para la salud», impulsado por el Consejo de la UE y la OMS Europa en 2013. Pese a su potencial, carece de una traducción normativa que garantice su implantación real en los sistemas europeos de salud pública, reduciendo su efecto preventivo y su alcance como derecho ciudadano.
En este contexto, Europa se encuentra ante una encrucijada. Debe decidir si el deporte seguirá siendo un apéndice marginal y sujeto a recomendaciones —dejando a discreción nacional su desarrollo— o si asume su valor transversal y lo vincula al núcleo de sus competencias exclusivas y compartidas. Esto no supone homogeneizar los sistemas nacionales, sino reconocer el deporte como un pilar esencial que puede mejorar la salud, reducir desigualdades, generar empleo y reforzar el sentimiento de pertenencia europea.
La experiencia en otros sectores, como la protección de datos o la seguridad alimentaria, demuestra que es posible fijar estándares comunes sin renunciar a la diversidad. Europa debe dotarse de reglas eficaces que regulen la movilidad, la cualificación profesional, los derechos laborales y la seguridad de la práctica deportiva. Más allá de la técnica legislativa, se trata de un imperativo social y de salud pública: sin una verdadera política deportiva europea, la capacidad de la Unión para responder a los desafíos sociales será limitada.
La pregunta clave hoy no es si la UE puede abordar este reto, sino si puede permitirse no hacerlo. La fuerza de la colegiación y la unidad en la defensa del reconocimiento del deporte contribuirán a que las voces profesionales sean escuchadas y la política europea avance hacia una mayor cohesión, salud y equidad para todos.