Cuando el fuego se apaga, empieza otra batalla

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Artículo de opinión de Raúl de la Calle, secretario general del Colegio Oficial de Ingenieros Técnicos Forestales y Graduados en Ingeniería Forestal y del Medio Natural

Lo que queda tras un gran incendio no son solo hectáreas afectadas. Es la pérdida del suelo fértil, la alteración de los ciclos hídricos, la ruptura de los paisajes y el golpe emocional y económico al mundo rural que lo rodea. El verdadero drama ecológico, económico y social no termina con el fuego. Comienza un nuevo desafío.

Es el momento de evaluar lo sucedido, analizar la severidad de los daños y diseñar el territorio que queremos para el futuro. El suelo es el primer patrimonio que debemos proteger. No todo depende de la biología. La historia del ecosistema, su topografía, la severidad del incendio y las condiciones climáticas posteriores condicionan de forma decisiva su evolución. Observar y comprender antes de actuar es la base de una restauración eficaz. Si el suelo desaparece, desaparece con él la posibilidad de regeneración.

Con la llegada de las primeras lluvias, los arrastres de cenizas y materiales agravan la situación y pueden provocar contaminación de aguas, colmatación de embalses y un aumento del riesgo de riadas e inundaciones.


REGENERACIÓN NATURAL

La regeneración natural será nuestra mejor aliada. La vegetación mediterránea está adaptada al fuego. Unas especies rebrotan y otras germinan a partir de semillas que han resistido el calor. Este capital biológico es la herencia silenciosa del bosque quemado y debemos dejar que trabaje a nuestro favor. Solo donde la capacidad de respuesta esté comprometida será necesario reforzarla con repoblaciones selectivas, diseñadas con criterio técnico y especies adecuadas que favorezcan un ecosistema resiliente.

El primer año tras el incendio es decisivo. Proteger el suelo entonces es más eficaz y económico que tratar de recuperarlo después. Entre las medidas más efectivas están el mulching con restos vegetales, que amortigua la lluvia y mantiene la humedad, las fajinas o albarradas que frenan la escorrentía o las mantas orgánicas con hidrosiembra que favorecen la germinación. Estas técnicas tempranas y bien planificadas son esenciales para evitar la desertificación y permitir que la regeneración natural prospere.

La extracción de madera quemada también requiere prudencia. Cerca de caminos e infraestructuras puede ser necesaria por seguridad, pero en muchas zonas los árboles muertos en pie ayudan a conservar humedad, aportar nutrientes y generar hábitats. Cada incendio exige una evaluación específica para decidir qué retirar y qué mantener, equilibrando seguridad, biodiversidad y prevención de plagas.


ESCENARIO CLIMÁTICO

Hoy no podemos analizar estos procesos sin atender al escenario climático. Los incendios de gran intensidad y extensión ya no son episodios excepcionales. Son la nueva normalidad en un país mediterráneo sometido a olas de calor cada vez más largas, a la despoblación rural y al abandono de prácticas agroforestales que durante siglos moldearon un paisaje más diverso y menos inflamable. Sin gestión, los montes acumulan biomasa que, unida a la sequedad extrema, se convierte en combustible listo para arder. El resultado son incendios que superan la capacidad de extinción y transforman bosques en matorrales o pastizales cada vez más degradados.

La restauración no consiste solo en plantar árboles. Se trata de diseñar el futuro del monte y garantizar su resiliencia. Eso significa definir funciones diversas, desde la conservación de la biodiversidad y la protección frente a la erosión hasta los aprovechamientos sostenibles o el uso recreativo. Significa favorecer la regeneración natural y, cuando sea preciso, reforestar con especies adaptadas no solo al presente, sino también al clima futuro. Significa apostar por paisajes mosaico, donde convivan distintas especies, edades y estructuras, más resistentes al fuego y más ricos en biodiversidad.

Es fundamental, además, planificar desde el inicio las infraestructuras preventivas. Redes de defensa, zonas de seguridad, pistas forestales que faciliten el acceso de los medios de extinción y una gestión más eficaz de la interfaz urbano-forestal. Todo ello forma parte de una estrategia de selvicultura adaptativa que prepare a los ecosistemas para resistir, recuperarse o transformarse según las circunstancias.


RETOS PRESENTES Y FUTUROS

La restauración tras un incendio es también un reto social. Conviene recordar que el 72 por ciento de la superficie forestal de España es privada, un 21 por ciento pertenece a entidades locales y apenas un 3,7 por ciento al Estado o a comunidades autónomas. Esta realidad obliga a integrar a los propietarios en cualquier estrategia de prevención y restauración. Los montes no pueden gestionarse solo desde los despachos de la Administración. Requieren colaboración, apoyo técnico y económico, y un marco de gobernanza que reconozca y compense a quienes cuidan un patrimonio natural que beneficia a toda la sociedad.

Todo ello exige voluntad política, inversión sostenida y consenso social. La restauración postincendio no puede depender de presupuestos coyunturales ni de la urgencia del momento. Porque sin suelos fértiles, sin aguas limpias y sin montes vivos no hay desarrollo rural ni calidad de vida urbana. La defensa de los bosques es también defensa de la biodiversidad, del paisaje y de la seguridad de las personas frente a inundaciones y catástrofes.

No olvidemos que, en palabras de Francisco Giner de los Ríos, “el paisaje es el rostro visible de la patria”. Si permitimos que se deteriore, si dejamos que los suelos se pierdan y que los montes desaparezcan bajo las cenizas, estaremos perdiendo también una parte esencial de nosotros mismos.

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